Elmundo.es- El pasado 19 de marzo -recuerda la fecha exacta porque era el día del padre- en España, Marta García se levantó sin olfato ni gusto. Así, de repente, esos dos sentidos se habían borrado por completo. No funcionaban. Ni siquiera acercando su nariz a un cubo con lejía podía percibir el penetrante olor. Nunca antes le había pasado algo similar, así que asumió que, tal y como había leído en los medios, el coronavirus era la causa de aquella pérdida repentina. En el Centro de Salud se lo corroboraron poco después: «Es uno de los síntomas que más se asocian con la infección. Tienes que tomar medidas para no contagiar a otros», le dijeron. Durante más de dos meses, esta española pensó que ella era una de las afectadas que había pasado una forma leve de la enfermedad. Sin embargo, hace unos días, un test ELISA de anticuerpos con resultado negativo echó por tierra su suposición.

Algo parecido fue lo que ocurrió en la familia de Pedro G., que pensaba que había pasado la enfermedad en bloque. Los cuatro miembros de la familia vivían juntos y no tomaron medidas de aislamiento en el interior de su hogar, pero las pruebas posteriores revelaron que sólo tres eran positivos. ¿Cómo era posible? ¿Había un fallo en las pruebas? ¿Puede una enfermedad provocar síntomas y, sin embargo, no dejar rastro en los test?

Miguel Ángel del Pozo, médico especialista en Inmunología e investigador del Centro Nacional de Investigaciones Cardiovasculares (CNIC) en España apunta una posible explicación para estas discrepancias que están saliendo a la luz:«El sistema inmunitario es tremendamente complejo y los anticuerpos no son la única defensa que se despliega ante una amenaza», explica. Otros mecanismos distintos a los que analizan los test podrían haber intervenido en esos casos, y, por eso, es posible que estas personas sí hayan superado la enfermedad pese a haber obtenido un resultado negativo en la prueba de detección de anticuerpos específicos frente al virus.

El organismo, aclara, tiene toda una serie de milicias preparadas para hacer frente a las agresiones externas, y no siempre recurre a las mismas tropas de asalto cuando se ve en la necesidad de defenderse.

«Por ejemplo, la inmunidad celular, mediada por los linfocitos T de memoria, también confiere una gran protección, como los anticuerpos», explica. Y, sin embargo, por su complejidad, esta respuesta no se está midiendo en las pruebas disponibles para el SARS-CoV-2, que principalmente evalúan la presencia de inmunoglobulinas IgM -que muestran si existe infección activa- e IgG -los anticuerpos con memoria para el futuro-.

Muchas de las pruebas tampoco miden la acción de los anticuerpos IgA, encargados de hacer de barrera en las mucosas, pese a que su papel puede ser clave ante una nueva infección.

En general, debido a dificultades técnicas y la premura con la que han tenido que ponerse en marcha los estudios sobre el SARS-CoV-2, las pruebas disponibles sólo permiten analizar una parte de la respuesta inmunitaria frente al virus -la más frecuente en muchos casos-, pero hay otros mecanismos cuyo papel no puede descartarse, subrayan científicos como Del Pozo.

«De momento es una hipótesis, pero si se confirmase, permitiría explicar por qué los estudios de seroprevalencia indican que sólo hay un porcentaje pequeño de población con anticuerpos, incluso en las zonas donde la epidemia ha golpeado con más fuerza; y también, por qué en estas áreas no ha habido rebrotes importantes pese a que hace semanas que se relajaron las medidas de confinamiento», comenta el investigador, que comenzó a plantearse esta posibilidad después de haber vivido en sus propias carnes una discrepancia entre los síntomas clínicos y lo que apuntaban las pruebas de control. El científico tuvo una neumonía bilateral leve asociada al virus y, sin embargo, sus test serológicos dieron negativo (sólo se detectaron posteriormente IgA en un test ELISA).

«Es muy posible que el porcentaje de personas que han estado en contacto con el virus sea superior al que indican los estudios de seroprevalencia», coincide Alfredo Corell, vocal de la Sociedad Española de Inmunología (SEI).

El sistema inmunitario tiene muchas armas y, en función de las circunstancias, utiliza unas u otras, aclara. «En un primer nivel está la inmunidad innata, los mecanismos de defensa que tenemos de manera natural al nacer». Esta avanzadilla, continúa, actúa de forma casi inmediata cuando se produce un ataque de un microorganismo externo y, sólo cuando no puede hacer frente a su agresión, el organismo recurre a tropas más especializadas que, como cuerpos de élite, son expertos en determinados ataques.

«Esto es lo que se conoce como inmunidad adquirida, que está liderada por los linfocitos T cooperadores, que son los que deciden en cada caso qué respuesta dar», aclara Corell.

«Puede darse perfectamente el caso de personas que no han necesitado recurrir a anticuerpos, o los han producido en una cantidad muy escasa, porque han podido defenderse con células T u otras armas», sostiene el especialista, quien recuerda que estos linfocitos también tienen memoria y, por tanto, también podrían conferir protección futura frente al patógeno.

Precisamente, el efecto de la memoria de las células T es uno de los aspectos que ha estudiado recientemente una investigación del Instituto de Inmunología de La Jolla, en California (EEUU). Según su hipótesis, publicada en las páginas de la revista científica Cell, si previamente han estado en contacto con otros coronavirus causantes de resfriados, estas células son capaces de utilizar esta memoria contra el SARS-CoV-2 -al fin y al cabo un coronavirus primo de los otros- y combatir su infección. Los investigadores han comprobado su hipótesis en muestras de sangre tomadas entre 2015 y 2018 (cuando el virus no circulaba), certificando que las células reaccionaban ante el nuevo patógeno.

Quizás esta reacción no se traduzca en inmunidad contra el SARS-Cov-2, reconocen los expertos consultados, pero es una hipótesis plausible que ayuda a explicar la baja seroprevalencia detectada en muchos países o por qué algunas poblaciones parecen más protegidas frente al virus.

«Hay diferentes evidencias sobre la participación de otros mecanismos de defensa distintos a los anticuerpos», plantea Miguel Ángel del Pozo que, con estos datos en la mano, sugiere que el mayor riesgo de rebrotes está, probablemente, en aquellas zonas que no han sufrido una fuerte primera oleada de Covid-19. «Es en estas áreas , las menos afectadas, donde posiblemente más cuidado se debe tener y donde más debe realizarse un control y rastreo de casos», reivindica. Y añade que eso no significa que en las zonas donde la pandemia fue prominente haya que relajar las precauciones. «Hay que mantener máximas medidas de seguridad y distancia social, pero es posible que los rebrotes se encuentren con una población mejor preparada para defenderse».

«No sabemos dónde estamos exactamente en términos de inmunidad de grupo», recuerda Del Pozo. Es posible que los mecanismos de inmunidad señalados aumenten ese 5% de afectados que indican los estudios de seroprevalencia, pero ni conocemos en qué medida la población puede haber pasado la enfermedad ni el grado de protección que esto confiere frente a futuras infecciones. No hay espacio para la relajación de medidas, concluye el especialista.

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